UNA EXPERIENCIA DE ILUMINACIÓN

7 de octubre de 2024

 



Reflexionaba estos días sobre las excepcionales vivencias de las personas que despiertan espiritualmente. Meditaba en cómo lo consiguen. Por qué medios se liberan de las ataduras del mundo, de la dependencia del cuerpo, del sufrimiento.

Claramente, conectan con luminosos estados de Gracia, y se convierten en focos radiantes cuyo brillo ilumina al mundo.

Los que ya han hecho esa travesía nos envían señales; la comparten con nosotros, como un dedo que señala el camino. Podemos escucharlos y seguir su rastro.    

El doctor David R. Hawkins, psiquiatra y maestro espiritual iluminado, explica su excepcional experiencia (1), muy semejante a la que han vivido quienes ya atravesaron las fronteras de este sueño ilusorio en el que nos movemos. Y es un relato tan radiante y bello, tan esclarecedor, que no puedo por menos que recomendarlo:

     La gente se pregunta: “Cómo se alcanza este estado de conciencia?”, pero son pocos los que siguen los pasos, debido a su sencillez. En primer lugar, el deseo de alcanzar ese estado era muy intenso. Después, la disciplina comenzó a actuar con un perdón y una ternura constantes y universales, sin excepción. Uno ha de ser compasivo con todo, incluso con el propio yo y con los pensamientos de uno. Más tarde, tuve que estar dispuesto a dejar en suspenso los deseos y a someter la voluntad personal en todo momento. A medida que cada pensamiento, cada sentimiento, cada deseo y cada acto se sometían a Dios, la mente se iba quedando en silencio. Al principio, se liberó de historias enteras, después de ideas y conceptos.

     Y, cuando uno deja de querer poseer los pensamientos, estos ya no son tan elaborados, y comienzan a fragmentarse cuando están a mitad de formarse. Finalmente, fue posible invertir la energía que hay tras el pensamiento antes siquiera de que se convirtiera en pensamiento. 

     El trabajo para fijar el enfoque fue constante e implacable, sin siquiera permitirme un instante de distracción en la meditación, y prosiguió mientras me dedicaba a las actividades habituales. Al principio, parecía muy difícil pero, con el paso de los días, se convirtió en algo habitual y automático, precisando cada vez de menos esfuerzo para, finalmente, suceder sin esfuerzo alguno. El proceso se parece al de un cohete que abandonara la Tierra. Al principio, hace falta un enorme poder pero, después, hace falta cada vez menos, a medida que la nave abandona el campo gravitatorio terrestre, hasta que, finalmente, se mueve por el espacio mediante su propio impulso.

     De repente, y sin previo aviso, tuvo lugar un cambio de conciencia y la Presencia ya estaba ahí, inequívoca y omniabarcante. Hubo unos instantes de aprensión cuando el yo moría y, luego, el absoluto de la Presencia inspiró un relámpago sobrecogedor. El avance fue espectacular, más intenso que ningún otro con anterioridad. No había nada con que compararlo en la experiencia normal. Tan profundo impacto quedó amortiguado por el amor que conlleva la Presencia. Sin el apoyo y la protección de ese amor, uno quedaría aniquilado.

     Después, vino un momento de terror, cuando el ego se aferró a la existencia, temiendo convertirse en nada. Pero, en vez de eso, mientras moría, se vio sustituido por el Yo como Totalidad, el Todo en el cual todo se conoce y es obvio en la perfecta expresión de su propia esencia. Con la no localidad, llegó la conciencia de que uno es todo lo que haya existido o pueda existir.

     Uno es total y completo, más allá de toda identidad, más allá de todo género, más allá siquiera de su misma humanidad. Ya nunca más habría que temer el sufrimiento ni la muerte.

     Lo que sucedió con el cuerpo después de este punto es irrelevante. En determinados niveles de conciencia espiritual, los achaques del cuerpo se curan o desaparecen espontáneamente. Pero en el estado absoluto, tales consideraciones son irrelevantes. El cuerpo seguirá el curso previsto y, luego, volverá al lugar de donde vino. Es una cuestión sin importancia, y uno no se siente afectado por ello.

     El cuerpo se convierte en un “eso”, más que en un “yo”, como cualquier otro objeto, como un mueble de una habitación. Se le antoja a uno cómico que la gente siga dirigiéndose al cuerpo como si fuera el “tú” individual, pero no hay forma de explicar este estado de conciencia a quien no lo haya vivido. Lo mejor es seguir adelante con los propios asuntos y dejar que la Providencia se ocupe del ajuste social.

     Sin embargo, cuando uno se sumerge en el arrobamiento, es muy difícil ocultar un estado de semejante éxtasis. El mundo puede quedarse deslumbrado, y la gente puede venir desde muy lejos para estar en tu aura. Los buscadores espirituales y los curiosos de lo espiritual pueden sentirse atraídos, al igual que los enfermos que están buscando un milagro; uno se puede convertir en un imán y en fuente de alegría para ellos. Normalmente, en este punto existe el deseo de compartir este estado con los demás, y de utilizarlo en beneficio de todos.

     El éxtasis que acompaña a este estado no es absolutamente estable; también hay momentos de gran angustia. Los más intensos se dan cuando el estado fluctúa y, de repente, cesa sin razón aparente. En estos casos, se dan periodos de intensa desesperación, así como el temor de que la Presencia le haya olvidado a uno. Estas caídas hacen arduo el sendero y, para superarlas, hace falta una gran dosis de voluntad. Al final, se hace obvio que uno debe trascender este nivel o sufrir permanentemente estos insoportables “descensos desde la Gracia”.

     Así pues, hay que renunciar a la gloria del éxtasis cuando uno se sumerge en la ardua tarea de trascender la dualidad, hasta que uno está más allá de todos los opuestos y sus conflictivos dones. Una cosa es renunciar alegremente a las cadenas de hierro del ego, y otra muy distinta es abandonar las cadenas de oro de la dicha del éxtasis. Es como si uno renunciara a Dios, al tiempo que aparece un nuevo nivel de temor, un temor nunca antes anticipado; es el terror final de la soledad más absoluta.

     Para el ego, el miedo a la no existencia era formidable, y le hizo retraerse de él una y otra vez, cuando parecía aproximarse.

     Luego, se hizo evidente el propósito de las agonías y de las noches oscuras del alma. Son tan intolerables, que su exquisito dolor le espolea a uno hasta el esfuerzo extremo que hace falta para superarlas. Cuando la vacilación entre el cielo y el infierno se hace intolerable, hay que someter incluso el deseo por la existencia. Solo entonces se puede ir por fin más allá de la dualidad de la Totalidad frente a la nada, más allá de la existencia o la no existencia.

     Esta fase de culminación del trabajo interior es la más difícil, el instante decisivo final, donde uno se hace plenamente consciente de que la ilusión de la existencia que uno trasciende aquí es irrevocable. No hay marcha atrás desde este punto, y el espectro de su irreversibilidad hace que esta última barrera parezca la decisión más formidable jamás tomada.

     Pero, de hecho, en este Apocalipsis final del yo, la disolución de la única dualidad que queda, la de la existencia y la no existencia, la de la identidad misma, se disuelve en la Divinidad Universal, y no queda consciencia individual que pueda tomar la decisión. El último paso, por tanto, lo da Dios.

Esa experiencia es para todos. Todos alcanzaremos, algún día, a esa comprensión profunda y  ese despertar.

Podemos recorrer juntos ese camino. Apoyarnos mutuamente. No estás solo. Tenemos que desprendernos de lo que nos ata a varios niveles; recobrar la paz interior y reconocerla en nosotros. Pedir la orientación divina. Es un sendero que requiere comprometerse con él y trabajarlo. A veces será arduo. Pero ¿quién renunciaría a la dicha infinita, a la Gloria del Cielo, a la Paz perpetua?


  1. Nota autobiográfica del doctor David R. Hawkins en Dejar ir. Edit. El Grano de Mostaza, Barcelona, 2015.

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