TODO LO QUE PUEDAS IMAGINAR

14 de octubre de 2024

 

El doctor Jampolsky había sido educado, en sus largos años de estudio, para creer que la curación del paciente se producía siguiendo únicamente las pautas del médico, y que al enfermo no le era posible ayudarse a sí mismo, pues le faltaban conocimientos y experiencia.

También pensaba que la bondad, la empatía y el amor son buenas actitudes pero innecesarias para la sanación, y que nada tenían que ver con el ejercicio de la medicina ni con la salud.

Con el tiempo fundó el “Centro de Sanación de la Actitud”, en California. Señala Jampolsky que los bloqueos que uno experimenta en su propia vida no son más que actitudes que necesitan ser sanadas a través del amor. Había descubierto que las posibilidades de libertad, de felicidad y paz de un ser humano son ilimitadas. 

Este hombre extraordinario menciona algunos de los principios que sostiene la física cuántica y que coinciden plenamente con lo que místicos y ascetas han sabido siempre (1): 

     “No existe ningún lugar que no se pueda alcanzar con las fuerzas conjuntas de la mente, pues cuando esas fuerzas se unen hacen que el pensamiento desborde de amor. […]

      No tenemos que poner límites a nuestra salud o nuestra felicidad porque nuestro médico, nuestros padres, nuestros amigos, los medios de comunicación o la sociedad nos hayan repetido que siempre habrá cosas que no podremos cambiar. La persona que se compromete en la sanación de la actitud no aconseja la aceptación del dolor o la muerte, ni el compromiso con la miseria en cualquiera de sus formas, porque todo el mundo puede escuchar calladamente su guía interno que le enseñará su camino hacia la libertad. Para el amor no hay ningún lugar que sea inaccesible ni existe ninguna persona a la que no pueda dar paz y descanso. Pasamos una buena cantidad de tiempo en el Centro recordándonos que nada es imposible”.

Un significativo ejemplo de estas certezas es el caso de Colleen Mulvihill, una joven de 23 años que estudiaba en una universidad del norte de California.

Colleen, que era muy atractiva, hacía de vez en cuando pases de modelos. Trabajaba también en una escuela para niños con dificultades neurológicas y académicas, además de en algún otro empleo a tiempo parcial. 

Colleen estaba, en esa época, legalmente ciega, debido a un problema de nacimiento llamado fibroplastia retrolental, el cual suele llegar a producir ceguera o a limitar mucho la visión.

Gerald Jampolsky relata así la experiencia de esta muchacha:

     “Cuando Colleen  nació, se solía colocar a los niños prematuros en tanques de oxígeno a alta presión. Posteriormente Colleen se enteró de que esa costumbre era la responsable de su ceguera. Pueden imaginar la rabia y el resentimiento que debe sentir hacia el mundo entero una persona con este problema. Es cierto que Colleen tenía esos sentimientos además de los grandes dolores que suelen ir asociados a este tipo de enfermedad. […]

     Hace unos años Collen empezó a tomar conciencia de que muchas personas adoptaban enfoques médicos diferentes a los tradicionales y comenzó asimismo a escuchar evidencias de que la mente puede afectar al cuerpo. Poco después de esto empezó a visitarme. Yo la introduje al estudio del Curso de Milagros.

     La puse en contacto con el grupo de adultos de nuestro Centro. Le repetí hasta la saciedad que la mente no tiene límites y que nada es imposible. Le dije que abandonara los pensamientos negativos, que no se limitara con sus pensamientos del pasado ni se recluyera en una percepción de la realidad que le llegaba a través de sus sentidos físicos. […]

     Un día Collen me planteó una pregunta muy importante para ella:

     —¿Podré recuperar la vista?

     —Todo es posible —contesté. […]

     Collen empezó a acariciar la idea de que los pensamientos que colocamos en nuestra mente determinan nuestra percepción de la realidad. Comenzó a trabajar con “imágenes mentales positivas” y a activar los principios contenidos en el Curso de Milagros. Buscar la paz de espíritu, la paz de Dios, empezó a ser su único objetivo; practicar el perdón, su único modo de actuar; y escuchar su voz interna y dejar que la orientara, su única forma de experimentar un sentimiento de unicidad y plenitud. Comenzó a perdonar a Dios y al universo por su ceguera. Su amargura se disipó y fue sustituida por un sentimiento creciente de paz. A medida que esto sucedió, disminuyeron sus dolores de cabeza y de cuello.

     Poco a poco empezó a tener lugar un cambio sutil pero muy real en el modo en que se consideraba a sí misma. 

     Era como si mi actitud sobre mí misma empezara a cambiar —me dijo después—. En vez de seguir tratándome a mí misma como ciega, empecé a pensar en mí como una persona normal.

     Pero a pesar de todo esto, Colleen no estaba preparada en absoluto para la recuperación parcial que comenzó en marzo de 1978. Su visión durante el día mejoró tanto que podía ver por dónde iba y su oftalmólogo le dijo que era legalmente vidente durante el día, aunque seguía siendo legalmente ciega por la noche. Cuando hablé con él por teléfono, me juró que nunca había visto a una persona en el estado de Colleen tener una mejoría visual de esta índole. […]

     Colleen siguió en la universidad para prepararse para ser útil a otras personas enfermas. Está fundamentalmente interesada en el enfoque holístico de la salud, en el que se trata a la persona en su conjunto y no solamente al órgano enfermo. Ha ayudado a una buena cantidad de personas en nuestro Centro y en otras ciudades y ha trabajado activamente en nuestra red telefónica ayudando a ciegos en todos los Estados Unidos.

     Hace unos días me llamó para invitarme a dar un paseo en coche. Cuando le pregunté qué quería decir con eso, me dijo que había obtenido el permiso de conducir en dos estados y que ya no era legalmente ciega ni de día ni de noche. Quiero que sepan que mi paseo en coche con Colleen fue el más feliz que he dado en mi vida, aunque lloré”.

Un afectuoso abrazo.

Hasta el próximo día.


  1. Jampolsky, Gerald G., Enseña solo amor. Ed. Los Libros del Comienzo. Madrid. 1993, págs. 68, 69. 

     

  2. Ibid., págs. 91 a 95.

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