PROVIDENCIA

21 de agosto de 2025

 

La confianza en la Providencia es un estado de certeza absoluta en que todo está en orden de acuerdo a las leyes divinas. Y en que solo puede suceder aquello que apoye nuestro mayor bien. Cuando te conectas con Ella, la vida se vuelve ligera y amable. Y sientes amor. En ese luminoso estado interior ocurren cosas que la gente calificaría de “milagros”. Sabes, con total seguridad, que hay una Presencia amorosa que te cuida. Y puertas que pudieran estar cerradas se abren para ti.

Comparto con vosotr@s, amig@s, esta historia real, que siempre me ha cautivado, pues confirma que con Dios todo es posible.

En la India de 1910, el joven Mukunda, a quien con el paso de los años el mundo conocería como Yogananda, vivía en esta certidumbre. Ananta, su escéptico hermano mayor, le recriminaba con frecuencia su actitud despreocupada:

    ¡Merecerías que mi padre te desheredara, Mukunda!

     —Tú sabes muy bien, Ananta, que yo busco la herencia del Padre Celestial —respondía el adolescente.

     —¡Primero, dinero; Dios puede venir después! —insistía el hermano. Pero Mukunda replicaba:

     —Dios primero, ¡el dinero es su esclavo! […] Estoy seguro de mi dependencia de Dios únicamente.

     —¡Las palabras son vanas! Hasta ahora, la vida te ha protegido. ¿Qué sería de ti si tuvieses que recurrir a la Mano Invisible para obtener tu alimento y abrigo? Pronto estarías pidiendo limosna en las calles.

     —¡Nunca! ¡Yo no sometería mi fe a los transeúntes en lugar de ponerla en manos de Dios! ¡Él puede concebir para sus devotos miles de medios de vivir en vez de hacerles pedir limosna!

Quiso Ananta poner a prueba la confianza que su hermano menor tenía en Dios, enviándolo desde Agra, donde se encontraban, hasta la ciudad de Brindaban, en la que creció Krishna, la deidad hindú. 67 kilómetros distaban entre ambas ciudades. De modo que a la mañana siguiente condujo hasta el tren a Mukunda. Jitendra, su fiel amigo, lo acompañaba como testigo de los hechos. 

Antes de despedirlos advirtió a Mukunda de que no debía llevar dinero ni pedir limosna ni ninguna otra cosa para alimentarse. Tampoco debían, el amigo y él, quedarse sin comer ni permanecer en Brindaban por falta de monedas para regresar a Agra. La última condición era que debía estar de vuelta antes de las doce de la noche de aquel día. Entonces, y solo entonces, el incrédulo Ananta aceptaría que Dios había protegido y guiado al adolescente devoto.

Aceptó el reto Mukunda, pues no albergaba duda alguna respecto a la presencia de Dios en su vida. Tenía plena confianza en que Él lo sostendría.

Se acomodaron en el vagón. Poco después dos hombres tomaron asiento cerca de ellos tratando de entablar conversación:

     —Jovencitos, ¿tienen ustedes amigos en Brindaban? […]

     —Eso no le incumbe a usted —contestó Mukunda con cierta rudeza.

     —Probablemente se han escapado de sus hogares bajo el encantamiento de Krishna. (1) Yo también soy de temperamento religioso, y consideraré como una obligación el que ustedes tengan alimentos y cobijo de este calor sofocante.

     —No, señor; déjenos usted. Es usted muy amable, pero nos ha confundido con dos vagabundos que van huyendo del hogar —alegó el adolescente.   

Permaneció el grupo en silencio el resto del viaje, mas una vez se apearon del tren, los dos caballeros tomaron a nuestros jóvenes amigos por el brazo y los condujeron a un carruaje tirado por caballos. Se detuvo el transporte a la entrada de una majestuosa ermita.

Una señora, de aspecto noble y entrada en años, los recibió amablemente mientras los desconocidos explicaban a la dama, a la que llamaban Gauri Ma, que los príncipes que esperaban no podían asistir al encuentro pues les habían surgido imprevistos. Mas, dos huéspedes —Mukunda y su amigo Jitendra— ocuparían el lugar de aquellos.

Gauri Ma, la excelsa dama, quien había esperado a dos personajes de la realeza, se dirigió a ellos amigablemente agradeciéndoles su presencia, pues sería una lástima —admitió— que nadie degustara la rica comida que había preparado.

Al oír aquellas palabras, rompió Jitendra a llorar, impresionado y conmovido, pues se había comportado durante todo el camino como un auténtico Santo Tomás: incrédulo y dudando del éxito del viaje.

Fueron agasajados con muy gustosos platos: “Desde que llegamos a este planeta, ni Jitendra ni yo habíamos gozado de manjares tan exquisitos”, confirmó Mukunda. Después, recibieron las bendiciones de Gauri Ma y prosiguieron viaje.

De nuevo exhibió Jitendra su rotundo escepticismo asegurando que los deliciosos alimentos que habían degustado habían sido únicamente fruto de la casualidad. Recelaba de que fuera posible conocer Brindaban sin llevar ni una rupia en el bolsillo y dudaba aún más de que pudieran regresar a Agra.

     —Cuán pronto te olvidas de Dios, ahora que tienes el estómago lleno. […] 

     —No estoy dispuesto a olvidar mi tontería al aventurarme con un alocado como tú —insistió el amigo.

     —¡Tranquilízate, Jitendra! El mismo Señor que nos alimentó, nos mostrará Brindaban y nos regresará a Agra.

En estas andaban cuando se acercó a ellos un joven con aspecto gentil y los saludó con una inclinación de cabeza:

     —Querido amigo, usted y su compañero deben ser extraños aquí. ¿Me permiten que sea vuestro anfitrión y os guíe por la ciudad?

     Es difícil para un hindú palidecer, pero el rostro de Jitendra tenía en aquel momento una palidez cadavérica. Con toda corrección, rehusé el ofrecimiento del recién llegado.

  Porfió, no obstante, el desconocido en acompañarlos asegurando que, durante la meditación, el Señor Krhisna se le había aparecido y mostrado a dos muchachos bajo el árbol en el que ahora se hallaban. Uno de los rostros que le había presentado era el del joven Mukunda. También lo había visto en otras ocasiones cuando meditaba, de modo que le rogó que aceptaran ambos adolescedntes su ayuda y compañía.

     Los condujo, Pratap Chatterji, que así se llamaba este bendito ser, por toda la ciudad y les mostró ampliamente Brindaban. Al final del día los obsequió con algunos alimentos y, mientras se despedía con una inclinación, pidió a Mukunda que le permitiera obtener algún mérito religioso. Aacto seguido le entregó  un rollo de rupias y dos billetes acabados de comprar, para Agra.

     La reverencia de mi aceptación fue para la Mano Invisible de la cual Ananta se burlaba, y que ahora a nosotros nos colmaba mucho más de lo necesario… —escribiría Mukunda, ya conocido como Yogananda, muchos años después.   

     —¡Qué pequeña es mi fe! ¡Mi corazón se ha endurecido como una piedra! ¡De ahora en adelante nunca dudaré de la protección de Dios! —declaró Jitendra compungido y arrepentido.

La amorosa mano de Dios los había guiado; su luminosa Presencia había alumbrado el camino de sus bienamados hijos.

Tal vez, en cada uno de nosotros, hay algo de Mukunda y de Jitendra.

Necesitamos confiar, y depositar esa confianza en algo que trasciende la condición humana. Creo, sinceramente, que al venir al mundo hemos contraído un compromiso con este bello planeta y con las personas que lo habitan. Con toda sus criaturas. Cada uno de ellos es una bendición para todos los demás.

Cuando confiamos en Dios, en la Providencia, las puertas que se abren para nosotros, también quedan abiertas para otros, porque todos estamos conectados, y en nuestra esencia, formamos una misma unidad.

Podemos ir tomando conciencia de que somos seres excelsos, libres y amados para siempre.

Porque, ciertamente, el único regalo importante es el regalo del corazón.

Un afectuoso abrazo.

Hasta el próximo día.                                                     


    1. En la versión original consta “encantamiento del Ladrón de Corazones”, refiriéndose amigablemente a esta deidad.
      •  Esta historia se relata en Yogananda Paramahansa, Autobiografía de un yogui. Ed. Self-Realization Fellowship, 1999., págs.104 y ss.

     

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Armonía Martín
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