La confianza en la Providencia es un estado de certeza absoluta en que todo está en orden de acuerdo a las leyes divinas. Y en que solo puede suceder aquello que apoye nuestro mayor bien. Cuando te conectas con Ella, la vida se vuelve ligera y amable. Y sientes amor. En ese luminoso estado interior ocurren cosas que la gente calificaría de “milagros”. Sabes, con total seguridad, que hay una Presencia amorosa que te cuida. Y puertas que pudieran estar cerradas, se abren para ti.
Comparto con vosotr@s, amig@s, esta historia real, que siempre me ha cautivado, pues confirma que con Dios todo es posible.
En la India de 1910, el joven Mukunda, a quien con el paso de los años el mundo conocería como Yogananda, vivía en esta certidumbre. Ananta, su escéptico hermano mayor, le recriminaba con frecuencia su actitud despreocupada:
—Merecerías que mi padre te desheredara, Mukunda! (1)
—Tú sabes muy bien, Ananta, que yo busco la herencia del Padre Celestial —respondía el adolescente.
—¡Primero, dinero; Dios puede venir después —insistía el hermano. Pero Mukunda replicaba:
—Dios primero, ¡el dinero es su esclavo! […] Estoy seguro de mi dependencia de Dios únicamente.
—¡Las palabras son vanas! Hasta ahora, la vida te ha protegido. ¿Qué sería de ti si tuvieses que recurrir a la Mano Invisible para obtener tu alimento y abrigo? Pronto estarías pidiendo limosna en las calles.
—¡Nunca! ¡Yo no sometería mi fe a los transeúntes en lugar de ponerla en manos de Dios! ¡Él puede concebir para sus devotos miles de medios de vivir en vez de hacerles pedir limosna!
Quiso, Ananta, poner a prueba la confianza que su hermano menor tenía en Dios, enviándolo desde Agra, donde se encontraban, hasta la ciudad de Brindaban, en la que creció Krishna, la deidad hindú. 67 kilómetros distaban entre ambas ciudades. De modo que a la mañana siguiente condujo hasta el tren a Mukunda. Jitendra, su fiel amigo, lo acompañaba como testigo de los hechos.
Antes de despedirlos le advirtió:
“No debes llevar contigo ni una sola rupia; no debes pedir limosna, ni dinero para alimentos, no debes contar a nadie esto; no deberéis omitir vuestras comidas ni quedar abandonados en Brindaban. Si regresas a mi bungaló antes de las doce de la noche, sin haber roto ninguna de las condiciones de la prueba, yo seré la persona más sorprendida de Agra”.
Aceptó el reto Mukunda, pues no albergaba duda alguna respecto a la presencia de Dios en su vida. Tenía plena confianza en que Él lo sostendría.
Se acomodaron en el vagón. Poco después dos hombres tomaron asiento cerca de ellos tratando de entablar conversación:
—Jovencitos, ¿tienen ustedes amigos en Brindaban? […]
—Eso no le incumbe a usted —contestó Mukunda con cierta rudeza.
—Probablemente se han escapado de sus hogares bajo el encantamiento de Krishna. (2) Yo también soy de temperamento religioso, y consideraré como una obligación el que ustedes tengan alimentos y cobijo de este calor sofocante. (3)
—No, señor; déjenos usted. Es usted muy amable, pero nos ha confundido con dos vagabundos que van huyendo del hogar —alegó el adolescente.
Permaneció el grupo en silencio el resto del viaje, mas una vez se apearon del tren, los dos caballeros tomaron a nuestros jóvenes amigos por el brazo y los condujeron a un carruaje tirado por caballos. Se detuvo el transporte a la entrada de una majestuosa ermita.
Una señora, de aspecto noble y entrada en años, los recibió amablemente mientras los desconocidos explicaban a la dama:
“Gauri Ma, los príncipes no pudieron venir […]. A última hora tuvieron que cambiar sus planes. Le mandan sus más sentidas excusas. Pero, en cambio, le hemos traído a usted otros dos nuevos huéspedes. Tan pronto como subimos al tren, me sentí atraído hacia ellos, como devotos del Señor Krishna”.
Gauri Ma, la excelsa dama, se dirigió a ellos amigablemente:
“Sean ustedes bienvenidos. […] ¡No podrían haber venido en mejor tiempo! Yo esperaba a dos reales patronos de esta ermita. ¡Sería una lástima que lo que he cocinado no encontrase quien lo apreciara!”
Al oír aquellas palabras, rompió Jitendra a llorar, impresionado y conmovido, pues se había comportado durante todo el camino como un auténtico Santo Tomás: incrédulo y dudando del éxito del viaje.
Fueron agasajados con muy gustosos platos: “Desde que llegamos a este planeta, ni Jitendra ni yo habíamos gozado de manjares tan exquisitos”, confirmó Mukunda. Después, recibieron las bendiciones de Gauri Ma y prosiguieron viaje.
De nuevo exhibió Jitendra su rotundo excepticismo:
—¡En buena me has metido! ¡Nuestra comida fue únicamente una mera casualidad! ¿Cómo podremos conocer lo que hay en esta ciudad sin una sola moneda entre los dos? ¿Y cómo me vas a llevar de regreso a Ananta? (4)
—Cuán pronto te olvidas de Dios, ahora que tienes el estómago lleno. […]
—No estoy dispuesto a olvidar mi tontería al aventurarme con un alocado como tú —insistió el amigo.
—¡Tranquilízate, Jitendra! El mismo Señor que nos alimentó, nos mostrará Brindaban y nos regresará a Agra.
Un joven delgado, de ligero y placentero ademán, se acercó rápidamente a nosotros, y parándose debajo del árbol donde estábamos, nos saludó inclinándose:
—Querido amigo, usted y su compañero deben ser extraños aquí. ¡Me permiten que sea vuestro anfitrión y os guíe por la ciudad?
Es difícil para un hindú palidecer, pero el rostro de Jitendra tenía en aquel momento una palidez cadavérica. Con toda corrección, rehusé el ofrecimiento del recién llegado.
Porfió, no obstante, el desconocido en acompañarlos, con estas razones:
—Usted es mi gurú —aseguró dirigiéndose a Mukunda—. Durante mi meditación, al mediodía, el bendito Señor Krishna se me apareció en visión y me mostró dos figuras amparadas por este árbol. ¡Uno de los rostros era el suyo, mi maestro! ¡Con frecuencia lo he visto durante mi meditación! ¡Será una gran dicha para mí si aceptan mis humildes servicios! (5)
Los condujo, Pratap Chatterji, que así se llamaba este bendito ser, por toda la ciudad y les mostró ampliamente Brindaban. Al final del día los obsequió con algunos alimentos mientras se despedía con estas palabras:
—Por favor, permítame que obtenga un mérito religioso. —y al pronunciarlas tendió hacia Mukunda un rollo de rupias y dos billetes acabados de comprar, para Agra.
La reverencia de mi aceptación fue para la Mano Invisible de la cual Ananta se burlaba, y que ahora a nosotros nos colmaba mucho más de lo necesario… —escribiría Mukunda, ya conocido como Yogananda, muchos años después.
—¡Qué pequeña es mi fe! ¡Mi corazón se ha endurecido como una piedra! ¡De ahora en adelante nunca dudaré de la protección de Dios! (6) —declaró Jitendra compungido y arrepentido.
La amorosa mano de Dios los había guiado; su luminosa Presencia había alumbrado el camino de sus bienamados hijos.
Tal vez, en cada uno de nosotros, hay algo de Mukunda y de Jitendra.
Necesitamos confiar, y depositar esa confianza en algo que trasciende la condición humana. Creo, sinceramente, que al venir al mundo hemos contraído un compromiso con este bello planeta y con las personas que lo habitan. Con toda sus criaturas. Cada uno de ellos es una bendición para todos los demás.
Cuando confiamos en Dios, en la Providencia, las puertas que se abren para nosotros, también quedan abiertas para otros, porque todos estamos conectados, y en nuestra esencia, formamos una misma unidad.
Podemos ir tomando conciencia de que somos seres excelsos, libres y amados para siempre.
Porque, ciertamente, el único regalo importante es el regalo del corazón.
Hasta el próximo día.