19 de Junio de 2025

Existe un estado de comunión entre todos los seres humanos que se mantiene por toda la Eternidad. Aquellos que nos han precedido en el regreso al Hogar, en absoluto se han olvidado de nosotros. Nos alientan y nos apoyan desde el otro lado. Y en casos excepcionales, su presencia puede ser percibida, como le sucedió a la doctora Elisabeth Kübler Ross, quien trabajó durante muchos años con enfermos terminales.
Tenía una paciente cuyo marido padecía esquizofrenia. Convivía con ambos el hijo más pequeño. La madre del chico estaba muy delicada de salud pero se aferraba a la vida porque no quería dejar a su hijo abandonado a su suerte, pues temía que, si ella fallecía, el marido atentara contra el muchacho. La doctora Ross consiguió, a través de una organización de ayuda social, que el chico estuviera cerca de familiares. Entonces la enferma pudo abandonar sus temores y poco después falleció.
La doctora Ross compartió con el mundo su excepcional experiencia con aquella mujer:
“Pero aún no os he contado el caso de la señora Schwartz. Murió dos semanas después de que su hijo terminara la escuela. Yo la hubiera olvidado sin duda como una más de mis numerosos pacientes si ella no hubiera regresado y me hubiese visitado. Aproximadamente diez meses después de su entierro yo estaba furiosa, una vez más. Mi seminario sobre el morir y la muerte estaba a punto de hacer agua. Debía renunciar a la colaboración del pastor con el que trabajaba y al que quería mucho.
Mientras, el nuevo pastor buscaba influir en el público recurriendo a los medios de comunicación.
Estábamos pues obligados a hablar cada semana de las mismas cosas, pues mi seminario entretanto se había convertido en un acontecimiento. Yo no tenía ningunas ganas de continuar participando. Sentía la situación como una especie de tentativa de prolongar una vida que no valía la pena de ser vivida. Yo no podía ser yo misma. No veía otra salida para alejarme de ese trabajo que la de dejar la universidad.
La decisión era difícil pues amaba mi trabajo, pero no llevado a cabo de esa manera. Tomé a mi pesar esta decisión: «Abandonaré la universidad hoy mismo, presentaré mi dimisión al final del seminario sobre el morir y la muerte.»
Después de cada seminario el nuevo pastor y yo tomábamos a la vez el ascensor y terminábamos nuestra discusión sobre el trabajo cuando uno de los dos se detenía. El problema de este pastor es que oía mal, lo que lo complicaba todo. Entre la sala de conferencias y los ascensores le dije tres veces que debía volver a los cursos, pero no me escuchaba y continuaba hablando de otra cosa. Yo estaba al borde de la desesperación, y cuando me desespero me vuelvo muy activa. Antes de que el ascensor se detuviese lo cogí por el cuello, aunque él era gigantesco, y le dije: «Quédese ahí. He tomado una decisión muy importante de la que quisiera informarle.»
En ese momento apareció una mujer delante del ascensor. Sin querer, yo la miraba fijamente. No puedo describirla, pero os podéis imaginar cómo se siente uno cuando se encuentra con alguien a quien se conoce mucho y de pronto no se sabe quién es. Le dije entonces al pastor: «Dios mío, ¿quién es? Yo conozco a esa mujer, me mira y espera que usted tome el ascensor para acercarse a mí.» Estaba tan preocupada por la visión de esa mujer que se me había olvidado por completo que seguía asiendo al pastor por el cuello. Con esa aparición mi proyecto fue desbaratado.
La mujer era muy transparente, pero no tanto como para poder ver a través de ella. Le pregunté una vez más al pastor si la conocía, pero no me respondió. No insistí y lo último que le dije fue más o menos esto: «¡En fin! Iré a verla y le diré que por el momento no recuerdo su nombre.» Éstas fueron mis últimas palabras al pastor antes de que él partiera.
Cuando él se alejó en el ascensor, la mujer se acercó a mí y me dijo: «Doctora Ross, yo debía volver. ¿Me permite que la acompañe a su despacho? No abusaré de su tiempo.» Dijo algo más o menos parecido, y como aparentemente sabía dónde estaba mi despacho y conocía mi nombre me sentí aliviada al no tener que admitir que yo no recordaba el suyo. Sin embargo, fue el camino más largo de mi vida. Yo soy psiquiatra y trabajo desde hace mucho tiempo con enfermos esquizofrénicos a los que quiero mucho. Cuando me cuentan alucinaciones visuales les contesto siempre: «Sí, ya lo sé, ves una virgen en la pared pero yo no puedo verla.»
Y ahora yo me digo a mí misma: «Elisabeth, tú sabes que ves a esta mujer y, sin embargo, esto no puede ser verdad.» ¿Podéis poneros en mi lugar? Mientras caminaba desde los ascensores hasta mi despacho, me seguía preguntando si era posible lo que estaba viendo, me decía a mí misma: «Estoy demasiado cansada y necesito vacaciones. Tengo que tocar a esta mujer para saber si está caliente o fría.» Fue el camino más increíble que yo haya hecho nunca. Durante todo ese tiempo ni siquiera sabía por qué hacía todo esto ni quién era ella. De hecho, incluso rechacé el pensamiento de que esta aparición pudiera ser la de la señora Schwartz, que había sido enterrada hacía algunos meses.
Cuando juntas alcanzamos la puerta de mi despacho, ella la abrió como si yo fuera la invitada en mi casa. La abrió con una finura, una dulzura y un amor irresistible y dijo: «Doctora Ross, yo debía venir por dos razones. La primera, para darle las gracias a usted y al pastor G. (se trataba del maravilloso pastor negro con el que me entendía tan bien) por todo lo que hicieron por mí, pero la verdadera razón por la que debía volver es para decirle que no debe abandonar este trabajo sobre el morir y la muerte, por lo menos, no por ahora.»
Yo la miraba, pero no puedo ahora decir si en aquel momento pensaba realmente que la señora Schwartz estaba delante de mí, sabiendo que había sido enterrada hacía diez meses. Además yo no creía que tales cosas fueran posibles. Finalmente me fui a mi despacho. Toqué los objetos que conocía como reales. Toqué mi escritorio, pasé la mano por la mesa, palpé la silla. Todo estaba concretamente presente. Podréis imaginaros que todo ese tiempo yo esperaba que por fin aquella mujer desapareciese. Pero no desaparecía sino que me repetía insistente pero amablemente: «Doctora Ross, ¿me escucha? Su trabajo no ha terminado todavía. Nosotros la ayudaremos, sabrá cuándo podrá dejarlo, pero se lo ruego, no lo interrumpa ahora. ¿Me lo promete? Su trabajo no ha hecho más que comenzar.»
Durante ese tiempo yo pensaba: «Dios mío, nadie me creerá si cuento lo que estoy viviendo ahora, ni siquiera mis más íntimos amigos.» En aquella época, evidentemente, yo no me imaginaba que un día podría hablar delante de centenares de personas. Por fin la científica que hay en mí terminó sobreponiéndose y astutamente le dije: «Ya sabrá usted que el pastor G. vive actualmente en Urbana, puesto que ha vuelto a una parroquia.» Y continué casi inmediatamente: «Seguramente estará encantado de recibir una nota suya. ¿Ve usted algún inconveniente?» Y le pasé un lápiz y una hoja de papel.
Naturalmente, no tenía ninguna intención de enviar esas líneas a mi amigo, pero necesitaba una prueba palpable, puesto que está claro que una persona enterrada no puede escribir una carta. Esa mujer, con una sonrisa muy humana, mejor dicho, no humana, con una sonrisa llena de amor, podía leer todos mis pensamientos. Yo sabía mejor que nunca que se trataba de lectura de pensamiento. Cogió el papel y escribió varias líneas. (Naturalmente, las enmarcamos y las guardamos como un tesoro.) Después dijo, sin abrir la boca: «¿Está usted contenta?» Yo la miraba fijamente y pensaba:
«No podré compartir con nadie esta experiencia, pero conservaré esta hoja de papel.» Después, preparándose para partir me repitió: «Doctora Ross, me lo promete, ¿verdad?» Yo sabía que me hablaba de la continuación de mi trabajo, y le respondí: «Sí, lo prometo.» Desapareció. Guardamos todavía sus líneas manuscritas.
Hace alrededor de un año y medio se me informó que mi trabajo relacionado con los moribundos había terminado puesto que otros podrían continuarlo y que ese trabajo no era la verdadera vocación para la que yo había venido a la Tierra. Mi trabajo sobre el morir y la muerte no sería para mí más que una prueba para verificar si era capaz de imponerme a pesar de las dificultades, la difamación, la resistencia y muchas cosas más. Salí bien de este examen y lo aprobé.
La segunda prueba consistía en verificar si la gloria se me subiría a la cabeza, pero no se me subió, y también la pasé. Mi tarea verdadera, y en este punto necesito vuestra ayuda, consiste en decir a los hombres que la muerte no existe”. (1)
Una experiencia inolvidable y luminosa. La doctora Ross cumplió la promesa que le había hecho a aquel ser espiritual. Sus investigaciones sobre la vida después de la muerte, la ternura, sinceridad y el amor que expresa en sus obras han ayudado a millones de personas en todo el mundo a confiar y saber con toda certeza que aquellos a los que hemos amado siguen viviendo, y nos esperan en la radiante Eternidad.
Desde aquí le expreso a la doctora Ross mi profundo reconocimiento y gratitud por su valiosa contribución a bien en la Tierra.
Un afectuoso abrazo.
Hasta el próximo día.
-
-
-
Kübler Ross, Elisabeth, La muerte: un amanecer. Ed. Luciérnaga. Barcelona, 1994. Pág. 53 y ss.
-
-