Cuando nos ponemos en paz con nosotros mismos y con el mundo, comienzan a ocurrir excepcionales “coincidencias”. La vida fluye a nuestro alrededor. Y descubrimos que hay algo en el universo que habitamos que procura constantemente nuestro bien: busca favorecernos, apoyarnos, facilitar nuestra felicidad. Al fin, todo encaja en su lugar perfectamente.
La confianza en que solo lo mejor puede llegar a nuestras vidas activa ese resorte extraordinario. Se llama “sincronicidad”.
Quiero compartir hoy con vosotr@s, apreciad@s amig@s, la experiencia que vivió Wayne Dyer, psicólogo y maestro espiritual de reconocida fama. Es una historia real. Y aunque la conozco desde hace años, nunca deja de sorprenderme.
Cuando el doctor Dyer tenía un año de edad, su padre abandonó a la familia: a él, a sus hermanos y a su esposa. Corría el año 1941. Eran tiempos de guerra y la madre no podía mantenerlos. Wayne y sus hermanos fueron enviados a distintos orfanatos. Allí pasó parte de su niñez. Su madre los reuniría nueve años después.
Compartió esta experiencia en una de las conferencias que pronunció en Estados Unidos:
“El hecho del abandono marcó mi vida de una manera profunda. Y durante muchos años soñé con mi padre, casi cada noche. Soñaba que me peleaba con él, y me despertaba bañado en sudor. Sentía un intenso resentimiento hacia mi progenitor, quien nunca nos llamó por teléfono para interesarse por nosotros ni contribuyó a nuestra manutención. Sencillamente, desapareció para siempre.
Viví así hasta los 34 años. Hasta esa edad mi vida había sido un desastre: estaba pasado de peso, bebía, la relación de pareja no funcionaba. Y no acababa de centrarme como escritor.
En 1974 recibí una carta de una prima a la que no conocía, en la que me decía que mi padre había muerto hacía una década, a los 49 años, de cirrosis, y que estaba enterrado en una ciudad llamada Biloxi (Misisipi).
En esa época tuve que ir a Misisipi por cuestiones de trabajo, cerca de la ciudad de Biloxi. De modo que decidí alquilar un coche y viajar hasta el lugar. No sabía nada de esta gran ciudad, ni tenía ningún dato sobre mi padre. Simplemente me apetecía visitar aquel entorno.
El vehículo estaba sin estrenar. Los cinturones de entonces se enganchaban a la cintura. Una parte del cinturón no aparecía, así es que saqué el asiento. Encontré la hebilla enganchada al suelo del coche. Al ir a ponérmela, descubrí que allí sujeta había una tarjeta de visita. En aquel coche nuevo.
Eché una ojeada a la tarjeta. Era de una pensión llamada Canlay, en Biloxi. Contenía un mapa de cómo llegar a la pensión. Me resultó un tanto extraño, mas pensé que sería de alguien de la empresa. Me la guardé en el bolsillo y me dispuse a conducir hacia Biloxi.
Una vez en la ciudad decidí llamar a varios cementerios preguntando dónde estaba enterrado mi padre. En la guía telefónica constaban tres. De los dos primeros no obtuve respuesta. Pero en el tercero me contestó alguien que, tras comprobar los registros me confirmó que, efectivamente, mi padre se hallaba enterrado en aquellas tierras, y que aquello no era exactamente un cementerio sino los terrenos de la pensión Canlay, ¡la misma que constaba en la tarjeta! La saqué de mi bolsillo mientras exclamaba: “¡Sé cómo llegar. Tengo un mapa!”. Y conduje hasta allí.
Estuve frente a la tumba de mi padre durante tres largas horas, maldiciéndolo y pisoteando la sepultura; preguntándole cómo había podido hacer algo así; cómo no había llamado ni una sola vez en su vida para preguntar por sus hijos. Al final de la tarde recordé lo que Mark Twain había escrito sobre el perdón:
“El perdón es el perfume que la violeta deja sobre el talón que la ha pisado”.
Se apoderó de mí una sensación que nunca había tenido. Le dije a mi padre: “Te perdono. A partir de este momento y para el resto de mi vida te transmitiré amor. Te veré siempre con afecto”. Acto seguido abandoné el lugar.
Después de aquello, mi vida cambió para siempre. En menos de dos semanas escribí un libro titulado Tus zonas erróneas, que se convirtió en un betseller. Dejé de beber. Dejé de comer alimentos tóxicos y de tener comportamientos tóxicos. Comencé a hacer ejercicio. Inicié una nueva relación, y los hijos que quería empezaron a llegar. Y todo lo que he sido capaz de lograr y crear en mi vida se debe a que, por alguna razón misteriosa, una tarjeta de visita había ido a parar a un coche sin estrenar, y de allí a mi bolsillo cuando me disponía a ir en busca de mi padre.
Es así de sencillo. Perdonas y tu mundo se transforma. ¿Para qué vas a mantener los resentimientos? ¿Y durante cuánto tiempo? ¿Cuánto “castigo” es necesario para que te des por satisfech@?
Podemos desprendernos de todo eso y elegir amar, perdonar, o sentir compasión. Podemos ver a esa persona desde otro punto de vista. Entendemos que todo el mundo puede equivocarse y cometer errores.
Comprendemos también el sufrimiento de ese ser humano. Y ello fomenta en nosotros la compasión. Es un caminante, como tú y como yo, por este mundo y que, al igual que nosotr@s, solo busca ser feliz y ser amad@.
Wayne Dyer perdonó a su padre, se liberó del infierno emocional en que vivía y su vida pudo avanzar. Solo cuando recuperamos nuestra paz mental, la paz interior, podemos sentir de nuevo nuestra inocencia. Y fluir con la vida.
Hasta el próximo día.