LOS MILAGROS SUCEDEN

31 de octubre de 2024

 

 

Cuando nos ponemos en paz con nosotros mismos y con el mundo, comienzan a ocurrir excepcionales “coincidencias”. La vida fluye a nuestro alrededor. Y descubrimos que hay algo en el universo que habitamos que procura constantemente nuestro bien: busca favorecernos, apoyarnos, facilitar nuestra felicidad. Al fin, todo encaja en su lugar perfectamente.

La confianza en que solo lo mejor puede llegar a nuestras vidas activa ese resorte extraordinario. Se llama “sincronicidad”.

Quiero compartir hoy con vosotr@s, apreciad@s amig@s, la experiencia que vivió Wayne Dyer, psicólogo y maestro espiritual de reconocida fama. Es una historia real. Y aunque la conozco desde hace años, nunca deja de sorprenderme.

Cuando el doctor Dyer tenía un año de edad, su padre abandonó a la familia: a él, a sus hermanos y a su esposa. Corría el año 1941. Eran tiempos de guerra y la madre no podía mantenerlos. Wayne y sus hermanos fueron enviados a distintos orfanatos. Allí pasó parte de su niñez. Su madre los reuniría nueve años después.

Compartió esta experiencia en una de las conferencias que pronunció en Estados Unidos.

Los hechos produjeron en él un sentimiento de desamparo y desvalimiento que marcaron profundamente su vida. Soñaba con su padre casi a diario, peleándose con él y despertando agobiado y sudoroso. La intensa inquina hacia su padre lo acompañó durante años. En su mente le recriminaba que no se hubiera interesado por la familia; le reprochaba la situación vulnerable en que los había dejado, y que hubiera desaparecido de sus vidas.

Hasta los 34 años había llevado una vida desastrosa: era un hombre obeso que bebía mucho, y su relación de pareja no estaba yendo bien. Tampoco lograba avanzar como escritor.

En 1974, una prima suya a la que no conocía le envió una carta en la que le mencionaba que su padre había fallecido diez años atrás, con 49 años, de cirrosis. Había sido enterrado Biloxi, una ciudad del estado de Misisipi.

Precisamente en aquella época se desplazó a Misisipi por obligaciones laborales. Como estaba cerca de Biloxi, Dyer alquiló un coche para acercarse a aquella ciudad. No sabía nada de su padre ni de Biloxi. Quería únicamente conocer el lugar.

El auto que alquiló era nuevo. Nadie lo había utilizado nunca. Cuando fue a ponerse el cinturón, que por aquel entonces se ceñía a la cintura, una parte del mismo no aparecía. Wayne sacó el asiento suponiendo que, tal vez, se encontrara debajo de este. Y, efectivamente, allí estaba la hebilla, y enganchada a ella, una tarjeta de visita. Era de una pensión de Biloxi llamada Canlay. E incluía un mapa de cómo llegar.

Se extrañó Dyer mas pensó que, tal vez, sería de alguien que trabajaba en el concesionario. La guardó y se dirigió a aquella ciudad. Cuando llegó, llamó desde una cabina a varios cementerios preguntando si en alguno de ellos estaba enterrado su padre. Únicamente le respondieron en el tercero. Y la persona que lo atendió le confirmó que su padre había sido enterrado en aquel lugar, aunque no se trataba de un cementerio sino de los terrenos de la pensión Canlay.

Dyer se sintió consternado mientras sacaba la tarjeta de su bolsillo. Finalmente respondió: Sé cómo llegar. ¡Tengo un mapa!

Él mismo describe así su vivencia:

      Estuve frente a la tumba de mi padre durante tres largas horas, maldiciéndolo y pisoteando la sepultura; preguntándole cómo había podido hacer algo así; cómo no había llamado ni una sola vez en su vida para preguntar por sus hijos. Al final de la tarde recordé lo que Mark Twain había escrito sobre el perdón:

     “El perdón es el perfume que la violeta deja sobre el talón que la ha pisado”.

     Se apoderó de mí una sensación que nunca había tenido. Le dije a mi padre: “Te perdono. A partir de este momento y para el resto de mi vida te transmitiré amor. Te veré siempre con afecto”. Acto seguido abandoné el lugar.

Después de esta intensa situación experimentó un profundo cambio en su vida. En quince días escasos concluyó su libro Tus zonas erróneas, que se convirtió en un betseller. Abandonó la bebida y dejó de ingerir alimentos tóxicos. Corrigió su comportamiento disfuncional y empezó a hacer ejercicio. También inició una nueva relación de pareja y con el tiempo llegaron a su vida los hijos que siempre había añorado.

Dyer concluye su relato con estas palabras:

     Y todo lo que he sido capaz de lograr y crear en mi vida se debe a que, por alguna razón misteriosa, una tarjeta de visita había ido a parar a un coche sin estrenar, y de allí a mi bolsillo cuando me disponía a ir en busca de mi padre.

Es así de sencillo. Perdonas y tu mundo se transforma. ¿Para qué vas a mantener los resentimientos? ¿Y durante cuánto tiempo? ¿Cuánto “castigo” es necesario para que  te des por satisfech@?

Podemos desprendernos de todo eso y elegir amar, perdonar, o sentir compasión. Podemos ver a esa persona desde otro punto de vista. Entendemos que todo el mundo puede equivocarse y cometer errores.

Comprendemos también el sufrimiento de ese ser humano. Y ello fomenta en nosotros la compasión. Es un caminante, como tú y como yo, por este mundo y que, al igual que nosotr@s, solo busca ser feliz y ser amad@.

Wayne Dyer perdonó a su padre, se liberó del infierno emocional en que vivía y su vida pudo avanzar. Solo cuando recuperamos nuestra paz mental, la paz interior, podemos sentir de nuevo nuestra inocencia. Y fluir con la vida.

Un afectuoso abrazo.

Hasta el próximo día.

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Armonía Martín
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