En nuestro interior —no me cabe la menor duda— residen la Gracia y la Gloria del Cielo. Cuando descubrimos esa realidad que somos, nuestra vida se torna una luz radiante. El mundo se vuelve esplendoroso. Y todo lo que entra en contacto con nosotros se armoniza y se sana.
David R. Hawkins, un psiquiatra y maestro espiritual del más alto nivel, había tenido una experiencia de iluminación cuando contaba 38 años, postrado en una cama, a punto de morir. Era un ateo convencido. Y aunque su cuerpo se hallaba en una condición deplorable, lo que más le preocupaba era el estado de su alma, absolutamente hundida en la angustia y la desesperación.
Entonces, un ruego callado surgió en su interior:
Si existe un Dios, le pido que me ayude ahora. (1)
Se rindió a lo que pudiera haber y se quedó dormido. Al despertar, una profunda transformación se había producido en él:
La persona que yo había sido ya no existía. Ya no había un yo o un ego personal, solo una Presencia Infinita de un poder ilimitado…, afirma el doctor Hawkins.
Ese estado de paz profunda persistió a lo largo de los años. La voluntad personal había desaparecido. La fama, el éxito, el dinero ya no eran importantes para él. Ni nada de lo que el mundo pudiera ofrecer. En tal situación, no podía funcionar de forma eficaz en el mundo, y dejó su consulta en la clínica. Tiempo después, el consultorio volvió a abrirse, “como por sí mismo”. Llegaba gente de todos los Estados Unidos.
La fuerza de la Presencia creció con el paso de los años. El cuerpo atravesó por varias fases de transformación. Dolencias crónicas que había padecido desaparecieron. Desde ese nivel de conciencia, la visión del mundo era verdaderamente excepcional.
Todo en la vida sucedía por sincronicidad y se desarrollaba en perfecta armonía; lo milagroso era habitual. La Presencia, y no el yo personal, era el origen de lo que el mundo llamaría milagros. Lo que quedaba del “yo” personal era solo un testigo de estos fenómenos. […]
El mundo se volvió luminoso para él. Y exquisitamente hermoso. Podía apreciar la belleza y el esplendor que irradiaban los seres humanos. Y todo cuanto existía. El amor era el motor de la existencia, pero las personas no eran conscientes de ello. Parecían perdidas en un sueño.
Tuve que dejar la práctica habitual de meditar durante una hora por la mañana y otra hora después de cenar, porque intensificaba el arrobamiento hasta tal punto que no era posible funcionar en el mundo. […]
La gente sentía una extraordinaria paz dentro del aura de esa Presencia. Los buscadores buscaban respuestas, pero ya no había nada individual que respondiera al nombre de David. Ciertamente, se daban respuestas muy delicadas desde el propio Yo de ellos, que no era diferente del mío. En cada persona, el mismo Yo brillaba en sus ojos.
De vez en cuando, una energía exquisita de arrobo, un Amor Infinito, comenzaba a irradiar de pronto desde el corazón hacia el escenario de alguna calamidad. Una vez mientras conducía por la autopista, esta energía exquisita comenzó a brillar en el pecho. Al tomar una curva, apareció un automóvil accidentado; el vehículo estaba volcado, y las ruedas aún estaban girando. La energía pasó, con gran intensidad desde el pecho hasta los ocupantes del automóvil, y luego se detuvo por si sola. En otra ocasión, mientras iba caminando por una calle de una ciudad que no conocía, la energía comenzó a fluir en dirección a la manzana siguiente, hasta llegar a la escena de una incipiente pelea de pandillas. Los muchachos se retrajeron y se echaron a reír; y, entonces, una vez más, la energía se detuvo. […]
A medida que el yo limitado y falso se disolvía en el Yo universal de su verdadero origen, surgía la sensación inefable de haber vuelto a casa, a un estado de absoluta paz y de alivio de todo sufrimiento. Es únicamente la ilusión de la individualidad la que da origen a todo sufrimiento; en cuanto uno se da cuenta de que en realidad es el universo, completo y uno con “Todo lo que es”, para siempre sin fin, ya no es posible ningún sufrimiento. […]
Venían pacientes de todos los países del mundo, algunos de ellos eran los más desesperados de los desesperados. Llegaban con aspectos grotescos, retorcidos, envueltos en sábanas húmedas, con las que los transportaban desde lejanos hospitales, esperando un tratamiento para una psicosis avanzada y para trastornos mentales graves e incurables. Había algunos catatónicos; muchos habían estado mudos durante años. Pero, en cada paciente, por debajo de su apariencia lisiada, estaba la brillante esencia del amor y la belleza, quizá tan oscurecida para la visión ordinaria que la persona había llegado a no sentirse amada por nadie en el mundo.
Un día, trajeron a una catatónica muda al hospital con una camisa de fuerza. Tenía un grave trastorno neurológico y era incapaz de mantenerse en pie. Se retorcía en el suelo, con espasmos y con los ojos en blanco. Tenía el cabello enmarañado; había desgarrado toda su ropa y emitía sonidos guturales. Su familia era bastante rica y, debido a ello, la habían estado viendo durante años un sinfín de médicos y de especialistas de todo el mundo bastante famosos. Se había intentado todo con ella, y la profesión médica se había dado por vencida con su desesperanzador caso.
Surgió una escueta pregunta sin verbalizar: “¿Qué quieres hacer con ella, Dios?”. Y entonces se hizo claro que lo único que aquella mujer necesitaba era que la amaran, eso era todo. Su yo interior brillaba a través de los ojos, y el Yo conectó con aquella esencia amorosa. Y en aquel mismo momento se curó, al darse cuenta de quién era realmente; lo que pudiera ocurrirle a su mente o a su cuerpo ya no le importaba.
Esto, en esencia, ocurrió con innumerables pacientes. Algunos se recuperaban a los ojos del mundo y otros no, pero a los pacientes ya no les importaba que se diera o no una recuperación clínica. Su agonía interna había terminado. En el momento en que se sentían amados y en paz, el dolor cesaba. Este fenómeno solo se puede explicar diciendo que la Compasión de la Presencia recontextualizaba la realidad de cada uno de los pacientes de tal modo, que experimentaban la curación en un nivel que trascendía el mundo y sus apariencias. La paz interior del Yo nos envolvía a todos más allá del tiempo y de la identidad. […]
El Ser tenía la capacidad de cambiar las cosas del mundo, simplemente, previéndolas; el Amor cambiaba el mundo cada vez que sustituía al no amor. La disposición general de la civilización se podía alterar profundamente concentrando este poder del amor en un punto muy concreto. Cada vez que esto sucedía, la historia se bifurcaba en nuevos caminos.
Estamos llamados a vivir estas experiencias sublimes, y otras muchas cuya excelsitud no puede ser descrita con palabras. Todos nosotros. Tú eliges en qué momento de tu vida comienzas el cambio, abandonas lo que representa una carga para el alma (los resentimientos, la ira, enfados, miedos, dudas…), y abrazas la Verdad que eres, el infinito Amor, la Belleza y la Luz.
Nos encontraremos por el camino.
Hasta el próximo día.
-
Nota autobiográfica del doctor David R. Hawkins en Dejar ir. Edit. El Grano de Mostaza, Barcelona, 2015.