Hay en el interior de cada ser una luz que nada puede extinguir. Brilla radiante por encima de cualquier adversidad o sufrimiento. Es un impulso de vida que brota de la misma alma.
Estos días, mientras leía acerca de los infortunios que han vivido muchas personas, un sentimiento de profunda compasión y empatía iba brotando en mí. Y admiración, ante la grandeza y la férrea decisión de sobrellevar calamidades que harían encoger el corazón de cualquiera. Son seres humanos que han sido capaces de superar el pasado.
Las heridas eran tan profundas que la única alternativa para sanarlas era a través del perdón. Perdonaron circunstancias y actos inimaginables; el daño, terrible, que otros les infligieron.
Me doy cuenta de que en la vida cotidiana, con frecuencia nos sentimos ofendidos por cualquier nimiedad y, en lugar de disculpar, elegimos el resentimiento e incluso la conducta hostil. Y no tiene ningún sentido comportarnos de esa manera que nos aleja a unos de otros y nos hace daño.
En algún momento, tenemos que abandonar esas actitudes y decidirnos por la armonía y la concordia, porque lo que cada uno de nosotros sentimos, se refleja en el mundo. La paz de las ciudades y los pueblos depende de nuestra propia paz interior. Hay una gran belleza en un trato amable y considerado con la gente. Nos hace sentir bien. Nos llenamos de alegría y una energía burbujeante nos envuelve. Entonces, la paz puede prender en los corazones y extenderse por toda la Tierra. Es así como sucede. Con nuestro comportamiento y nuestro sentir, colaboramos con el entendimiento o la discordia en el mundo.
Gerald Jampolsky trabajó durante años con personas que habían pasado su infancia en campos de concentración y que habían vivido penurias y situaciones que parecían imperdonables. Sin embargo, encontraron el modo de tener una visión del mundo que les permitió seguir adelante con sus vidas.
“Una mujer de nuestro grupo —comparte Jampolsky— nos enseñó mucho a todos acerca de cómo superar el temor y la amargura que cualquiera podría sentir como resultado de la forma como fueron tratados sus seres queridos. Esta mujer nos contó cómo había escapado de la muerte cuando era niña en el campo de concentración. Una persona mayor la había ocultado en el medio de una pila de cadáveres que estaban siendo retirados del campo. Mucho más tarde, después de haberse ido a los Estados Unidos, la mujer estuvo trabajando en el Hospital Napa State, de California. Fue allí donde tuvo una experiencia transformadora que la ayudó a ver su experiencia en Dachau de una nueva manera.
La habían asignado al pabellón de pacientes esquizofrénicos crónicos durante su internado. Muchos de estos pacientes estaban en estado catatónico desde hacía años. La mujer relató: “Cuando entré en ese pabellón, advertí de inmediato lo temerosos que estaban los pacientes. Me miraban como si yo fuera su carcelera. Me vino a la mente una pregunta: “¿Quién es el carcelero y quién el encarcelado?”. Y me pregunté si mis carceleros, durante la guerra, no habrían sido también víctimas.
De algún modo, ese día sentí la presencia palpable de Dios como nunca antes la había sentido. Supe que para estar verdaderamente viva, tenía que desprenderme de mi apego a ese pasado horrendo, y tenía que perdonar. Supe que la tarea de mi vida sería ayudar a otras personas, a través del amor y el perdón. Mi vida no ha sido la misma desde ese día. Ahora encuentro que cuando me concentro en vivir en el presente, no pienso en el pasado. Y cuando me concentro en ayudar a otros, me siento menos impotente yo misma”.
Otra persona de nuestro grupo, el doctor John Michael Steiner, que es catedrático de una universidad local, comenzó a hacer viajes a Alemania para entrevistar a algunos de los individuos que habían sido carceleros suyos o responsables de los campos de concentración. Aunque al principio volvía a Alemania con el corazón lleno de odio, algo muy extraño le sucedió durante sus visitas. A medida que fue conociendo mejor a cada uno de esos hombres, empezó a verlos como prisioneros de sus propias vidas.
A partir de sus experiencias, llegó al convencimiento de que mientras nos aferremos al hecho de ser víctimas y a nuestros rencores, estamos condenados a ser prisioneros del dolor del pasado. Ahora cree, de todo corazón, que cada uno de nosotros es capaz de desprenderse del pasado, vivir en el presente y prepararse para el futuro. Podemos lograrlo mediante la comprensión, la ayuda, el amor y el perdón. Por más graves que hayan sido el dolor y la injusticia que hemos sufrido, podemos transformarnos respecto de nuestros agravios pasados si tenemos la voluntad de cambiar nuestras actitudes”.
Ninguno de nosotros pasará, a Dios gracias, por estas situaciones de un sufrimiento inimaginable. Y, sea lo que fuere lo que hemos vivido, lo podemos perdonar. Vamos a perdonarlo, y a recuperar así nuestro sentido de inocencia. Creemos, entre todos, un mundo sanado a través del perdón. Y del Amor.
Un afectuoso abrazo.
Hasta el próximo día.