16 de Enero de 2025

Pensaba estos días en lo mucho que llegan a absorbernos las tareas de la vida cotidiana, los compromisos, las obligaciones… Con frecuencia dedicamos mucho tiempo a estas cuestiones y nos olvidamos de las personas que más nos importan y comparten su vida con nosotros. Ni siquiera nos detenemos un instante a admirar la belleza de las flores, a escuchar el canto de los pájaros o agradecer los gestos amables de nuestros semejantes.
Creemos que siempre estarán a nuestro lado y que cuando acabemos lo que nos mantiene tan ocupados en la vida, les dedicaremos más tiempo. Pero es un autoengaño, porque ese momento nunca llega o lo hace demasiado tarde.
Podemos darnos cuenta de ello ahora, y tomar la entrañable decisión de no perdernos ni un instante de la preciosa compañía que representa para nosotros la presencia de nuestros seres queridos, de las amistades, mientras los tenemos cerca.
Resulta revelador el hecho de que muchas personas manifiestan, antes de abandonar este mundo, que lo que más lamentan es no haber pasado más tiempo con sus seres queridos.
Quiero compartir hoy con vosotr@s, apreciad@s amig@s, la historia de Ed. Nos la cuenta Gerald Jampolsky. A mí me ha hecho reflexionar:
“Hace unos meses me pidieron que acudiera a visitar a una mujer de cerca de sesenta años que tenía cáncer de cerebro. Cuando llegué a su casa, pasé primero unos momentos con Ed, su marido. Me dijo que su familia había sido verdaderamente muy afortunada, ya que hasta ese momento no se habían enfrentado con ninguna enfermedad seria. Por esa razón, habían sufrido una profunda conmoción cuando se diagnosticó el cáncer a su esposa. Había sido sometida a una operación quirúrgica pero el cáncer no era operable. A pesar de la quimioterapia y la radioterapia, el pronóstico era reservado.
Ed me dijo que provenía de una familia pobre con muchos niños. Cuando contaba siete años no había comida suficiente para todos, y él se juró que eso no le pasaría a su familia cuando la tuviera. En su juventud trabajó duro y pasaba muy poco tiempo en casa. Su esposa crió casi sola a los dos hijos que tuvieron. Ed empezó a prosperar. Su hijo entró a formar parte de su negocio y la vida parecía muy satisfactoria hasta que su mujer enfermó. Cuando esto pasó, decidió por vez primera pasar más tiempo en casa.
Un día su jardinero le dijo que parecía que uno de los rosales del jardín había muerto, que tal vez fuera una buena idea arrancarlo y plantar uno nuevo. Él lo pensó un momento y fue a verlo. Cuando miró su rosal, se dio cuenta de que tenía uno de los jardines más hermosos de la ciudad, aunque en los últimos veinte años no se había parado a disfrutarlo.
—No lo quite. Está vivo y quiero ocuparme yo mismo de cuidarlo —dijo. Ed comenzó a visitar el jardín a diario y a cuidar, a mimar y a regar el rosal. Poco a poco el rosal fue volviendo a la vida y varias semanas después le creció una rosa espléndida. Ed la cortó y se la llevó a su esposa que se llamaba, naturalmente, Rosa.
Por el modo en que decidió responder a la enfermedad de su esposa, Ed podía darse cuenta de todas las cosas de la vida que solo había rozado. Había estado tan ocupado acumulando dinero para el futuro que había olvidado vivir el presente.
Tras escuchar esa sorprendente historia, entré a hablar con Rosa. Le pregunté cómo iba su vida antes de que el cáncer empezara, si había vivido alguna situación especial de estrés que predijera el desencadenamiento del cáncer. Respondió que no, que ella, su marido y sus hijos eran completamente felices. Unos minutos después unas lágrimas asomaron a sus ojos y me comentó una información muy significativa. Cuando Ed comenzó su negocio 25 años antes, el hermano de Rosa se le asoció. Al año siguiente Ed compró la parte del hermano en el negocio, pero el hermano creyó que no había recibido la cantidad suficiente y había retirado la palabra a Ed desde entonces.
Rosa afirmó que amaba a su marido y a su hermano, pero que sentía que debía lealtad a su marido. Durante los años siguientes, experimentó un sentimiento abrumador de culpa por no haber resuelto el conflicto. Se sentía deprimida por la situación, pero nunca lo había expuesto con anterioridad.”
Jampolsky le sugirió que resolviera esa lucha que sentía en su interior para poder liberarse de la culpa y permitirse ser feliz sin tener que enfrentarse de nuevo al dilema de elegir entre su hermano y su marido, una situación que a la enferma le resultaba muy dolorosa. Y hablaron sobre el perdón a su marido, a su hermano y a ella misma:
“Para Ed resultaba difícil admitir que su mujer, a la que conocía tan bien, hubiera mantenido oculto ese conflicto durante tantos años. Inmediatamente tomó el teléfono para llamar a su cuñado y pedirle su perdón. Al día siguiente se reconciliaron.
De modo que Rosa, como Ed, no estaba viviendo el presente, aunque la forma en que ambos habían evitado el presente había sido diferente. Su reconocimiento mutuo de la belleza y la armonía que siempre van asociados al momento actual, permitió que su relación volviera a florecer y los meses que Rosa vivió fueron enormemente felices.”
Un afectuoso abrazo.
Hasta el próximo día.
-
-
Jampolsky, Gerald, Enseña solo Amor, Ed. Los Libros del Comienzo. Madrid, 1993, pág.141 a 143.
-