LA REGLA DE ORO

30 de Enero de 2025

 

 

Existe en el universo una Regla de oro que dice: “Todo lo que querríais que los demás hicieran por vosotros, hacedlo vosotros por ellos”. Es una cita bíblica. A mí siempre me ha llegado al corazón porque significa tratar a las personas, a todas las criaturas, con bondad, con compasión, cuidar de ellas. Y amarlas. De este modo nos convertimos en emisarios de la Luz y de la paz. Contribuimos a la salud y a la felicidad de todos. Y el mundo mejora.

Un sencillo gesto amoroso puede ayudar a transformar una vida. Igual que una sincera bendición puede cambiar las circunstancias adversas de un ser humano al otro lado del planeta.

Quiero compartir hoy una historia acaecida durante la Segunda Guerra Mundial. La relata George Ritchie (1) y Pierre Pradervand la reproduce en su libro: (2): 

     “El relato más maravilloso de una aplicación de la Regla de oro que jamás he leído está en el libro Regreso del futuro, de un médico americano de la pasada guerra mundial, George Ritchie. El Dr. Ritchie estaba con las tropas americanas que liberaron los campos de concentración nazis, en los que se corrompían las víctimas del holocausto.

     En un campo cerca de Wuppertal, cuenta Ritchie que conoció a un prisionero que parecía llevar allí poco tiempo, ya que todavía se mantenía en pie, le brillaban los ojos y estaba radiante de salud. Como hablaba varias lenguas, se convirtió en una especie de traductor oficioso y ayudaba a los soldados americanos a cumplir sus muchas y complejas tareas administrativas, en sus esfuerzos por ayudar a los prisioneros a regresar a sus casas. Poseía una energía infatigable. Después  de jornadas de trabajo de 15-16 horas, no mostraba el menor signo de cansancio, mientras que Ritchie se caía de agotamiento”.

Aquel hombre estaba en el campo de concentración desde 1939. La guerra llevaba años librándose, y parecía imposible que Will, que así se llamaba el prisionero, hubiera podido sobrevivir tantos años con salud en aquellas condiciones infrahumanas.

     “Sin embargo, era aun hecho indiscutible. Aquel hombre había compartido las mismas barracas infestadas de piojos, había comido la misma sopa infecta que había reducido en pocos meses a los demás prisioneros a ser piltrafas humanas; pero él derrochaba vitalidad y energía. Además, era la única persona con quien todos se entendían bien, en aquel campo de concentración donde reinaban unas enemistades entre las diversas nacionalidades casi tan intensas como contra los alemanes.

     Un día, en torno a unas tazas de té, cuando Ritchie hablaba de la dificultad que podían sentir los  ex-prisioneros para perdonar a sus verdugos nazis, Will contó su admirable historia.

     Era abogado en Varsovia y vivía con su mujer y cinco hijos en el gueto judío. Un día, los soldados alemanes llegaron a su barrio, alinearon a todos contra un muro (excepto a Will, porque hablaba alemán) y los ametrallaron sin piedad”.

El propio Will explica: 

     “Tuve que decidir entonces si iba a permitirme odiar a los soldados que habían hecho aquello. De hecho, fue una decisión fácil. Yo era abogado. En mi profesión había visto con demasiada frecuencia lo que el odio puede hacer en los espíritus y en los cuerpos de la gente. El odio acababa de matar a las seis personas que eran para mí los seres más preciosos del mundo. Decidí en aquel momento dedicar el resto de mi vida —fueran unos pocos días o muchos años— a amar a cada una de las personas con las que entrase en contacto”.

Una historia verdaderamente edificante y extraordinaria. 

Y Pradervand matiza:

     “Lo notable de este relato, entre otras muchas cosas, es que el abogado no tomó su decisión apoyándose en ninguna base “religiosa” en el sentido tradicional y estricto de esta palabra, sino simplemente sobre la base de su experiencia de la vida y sobre su constatación de que el amor regenera y el odio destruye al mismo que lo fomenta”. (3)

Un afectuoso abrazo.

Hasta el próximo día.


      1. George G. Ritchie y Elizabeth Sherrill, Regreso del futuro. Ed. Clio, Terrassa, 1986.
      2. Pierre Pradevand, El arte de bendecir. Ed. Sal Terrae, Santander, 2000
      3. Ibid., pág. 65 y ss.
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Armonía Martín
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