23 de Enero de 2025

Hace mucho tiempo que comprendí que lo más importante en la vida de una persona es su propia paz interior. La paz es un estado de Gracia, de exquisita dulzura y belleza. El mundo resplandece ante una pacífica mirada. Pero podemos perder esa condición cuando cometemos errores que nos hacen sentir culpables. Con frecuencia, tienen que ver con cómo tratamos y nos comportamos con las personas. Porque lo que más nos duele no es lo que otros nos hicieron. Nuestro dolor es siempre por lo que nosotros hicimos a otros. (1)
El sentimiento de culpa es difícil de soportar; profundamente dañino. Tratamos de olvidar, creyendo así estar a salvo. Lo relegamos a algún lugar de la mente donde ya no pueda molestarnos. Pero esa emoción suprimida sigue teniendo poder sobre la persona y gobernando su vida desde la oscura región de la inconsciencia. No nos damos cuenta de que la culpa no sanada nos atrae, y nos hace caer en el mismo error de antaño. Por supuesto, puede somatizarse en el cuerpo y crear enfermedades. Cada vez más profesionales afirman que detrás de toda enfermedad hay un drama emocional no solucionado.
La culpa siempre busca castigo. Si nos sentimos culpables de algo, nos vamos a autocastigar atrayendo a nuestras vidas relaciones conflictivas, problemas de salud, carencia económica o cualquier otra cosa.
De un modo u otro, todos estamos buscando recuperar nuestra inocencia, aunque no somos conscientes de ello.
Podemos hacer una elección y empezar a descargar, a quien nos hirió, del peso de la culpa y el pecado. Es así como nos liberamos también a nosotros mismos. Tenemos que dejar el pasado atrás y solo hay una manera de lograrlo: a través del perdón. Porque no hacerlo nos aleja de nuestra propia felicidad y nos arrebata la paz interior.
Los doctores Carl y Stephanie Simonton están convencidos de que el perdón formará parte de la medicina preventiva del futuro, y la doctora Joan Borisenko califica a la culpa de “enfermedad del sistema inmunitario del alma”. (2)
Gerard Jampolsky explica su propia experiencia, para confirmarlo:
“Un día, mientras me cepillaba los dientes, estornudé. Mi espalda sufrió un agudo espasmo y caí al suelo gritando de dolor. Fui hospitalizado, me sometieron a diversos exámenes y se me diagnosticó un síndrome orgánico de la espalda. Me colocaron en una máquina de tracción y me administraron diversos fármacos. Dos semanas después abandoné el hospital sintiéndome mejor, pero experimentando aún dolores. […]
A medida que fueron pasando los años, la naturaleza crónica de mi estado se hizo cada vez más aparente. Tenía que ir acostumbrándome a la incapacidad. La cirugía tal vez pudiera resolver el problema, pero no estaba garantizada.
Poco a poco empecé a observar que mi espalda parecía actuar como un barómetro de cualquier tensión emocional, incluso de la más pequeña. Pero me engañaba creyendo que mis reacciones al estrés no eran la causa fundamental del dolor, pues tenía radiografías que mostraban que mi estado tenía una causa orgánica. Llegó un momento en que mi espalda estaba tan mal que fui hospitalizado de nuevo. El neurocirujano que me atendió me recomendó con vehemencia que me operara. Afirmó de una manera categórica que el dolor no desaparecería jamás. Cuando estaba sopesando la decisión a tomar, descubrí la verdad que había estado ahí todo el tiempo.
Me di cuenta de que detrás del dolor de espalda había un conjunto de pensamientos que incluían ira, resentimiento, culpa y miedo, los cuales eran mis ligaduras personales con el pasado. Estos sentimientos parecían ser causados por conflictos permanentes de mi matrimonio. Vi que estaba enfadado con mi esposa por no darme lo que necesitaba. Pero me sentía igualmente culpable por tener esos pensamientos de resentimiento hacia ella y creía que merecía un buen castigo por esa razón. El dolor de espalda me proporcionaba excusas para beber aún más cuando los fármacos no funcionaban. Decidí que en vez de someterme a la cirugía intentaría resolver la causa del dolor de otra forma”.
Jampolsky se involucró en la sanación de sus emociones. Eligió fomentar la paz interior y liberarse de los sentimientos densos que lo habían acompañado a lo largo de su vida. Y se curó.
“En la actualidad participo enérgicamente en actividades físicas de las que me dijeron que nunca podría volver a practicar. Sin embargo quiero que sepa que no soy del todo constante en la práctica de esos principios espirituales. Hay muchas veces en que siento la tentación de juzgar y de hacer decisiones para el futuro. Cuando lo hago —y mi espíritu no se encuentra en armonía— a veces vuelvo a sentir la tensión en mi espalda. Busco entonces el pensamiento inmisericorde en que se apoya el dolor, acallo mi mente y me digo que deseo la paz de Dios por encima de todo. Rezo, pidiendo ayuda a mi Maestro Interno para saber perdonar, y doy gracias por sentirme unido a todo y a todos en el amor. Cuando lo hago, suelo sentir en mí la presencia constante y amorosa de Dios” (3).
La culpa conlleva miedo. Es imposible experimentar miedo y amor a la vez. Vamos a elegir el amor. Y a compartir la alegría y la bondad con otras personas. Qué luminoso es vivir habiendo perdonado o pedido perdón, libres de culpa y de culpar; tener una percepción positiva de la gente, de la vida, de nosotros mismos. Llenarnos de paz. Es un regalo increíble.
Busquemos en nuestras relaciones con los demás la luz y la fortaleza, porque están en todas las almas. Y su inocencia.
Un afectuoso abrazo.
Hasta el próximo día.
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Frase de Rosa María Wynn.
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En el Prólogo de E. Roselló Toca a Adiós a la culpa, de G. Jampolsky con Hopkins, Patricia y Thetford, William N. Ed. Los Libros del Comienzo. Madrid, 1992
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Jampolsky, Gerald, Enseña solo Amor. Ed. Los Libros del Comienzo. Madrid, 1993, pág.135 a 139.
*El título procede del prólogo de E. Roselló Toca.
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